QUÉ LEO HOY:

QUÉ LEO HOY: Sugerencias, debate, crítica, opinión...

martes, 29 de abril de 2014

CONSUMMATUM EST. César Pérez Gellida



Resulta complicado volver a escribir por tercera vez sobre el mismo libro, sobre una historia compleja y rotunda que ha necesitado tres volúmenes para que se desarrollase tal y como su autor la tenía en mente. Sobre todo cuando me he obligado a escribir varios días después de cerrar el último de esos capítulos, para evitar que los sucesos vividos me afectasen a la hora de expresarme. Y cuando empiezan a dibujarse en mi mente instantes, incluso personajes, a los que tengo que dedicar un tremendo esfuerzo para situar en cada una de las partes de una trilogía a la que podría calificarse de brillante.
Vuelvo a decir que cada vez me gustan menos las historias que se presentan por entregas (en ellas no incluyo las sagas de personajes que muestran su propia vida a través de un buen número de títulos), esas historias que se estiran hasta la extenuación y en las que te invade la sensación de haber leído más páginas de las que necesitaba la historia.
Pero con "Versos, canciones y trocitos de carne" se me rompen todos los esquemas. No tanto por que he leído con gran satisfacción cada una de sus partes, sino por que he tenido que contenerme para no abalanzarme sobre sus páginas como si una especie de euforia de difícil explicación me invadiese nada más ver el libro (me sucedió con Dies irae y me ha vuelto a ocurrir con Consummatum est), como si de repente lo más importante del mundo fuese comprobar cómo iba a acabar la "batalla" entre Ramiro y Augusto.
Cualquiera de las definiciones, de los adjetivos usados en las anteriores novelas pueden recuperarse para definir esta última: inquietante, envolvente, acertada e inteligente. E incluso se podrían sumar muchos más alrededor de una narrativa con un ritmo frenético que crea la tensión perfecta para que el lector se involucre desde el inicio como un personaje más.
Serán los personajes, como sucedía en las dos anteriores novelas, los verdaderos culpables de la que la historia tenga una fuerza imparable, los que abran su mente al lector para que este sea capaz de imaginar con total soltura cada uno de sus pensamientos y, consecuentemente, sus movimientos. El retrato físico y psicológico que se ha ido perfilando en los capítulos anteriores adquiere aquí niveles tan elevados que casi seríamos capaces de adivinar cada uno de los personajes en una rueda de reconocimiento, siendo capaces de crear en nuestra mente sus miradas, gestos y poses, hasta tal punto que dirigiríamos nuestra mirada hacia la suya para cerciorarnos de que no equivocábamos nuestra sentencia.
Una narración que crece a medida que lo hace la historia, que congela el aliento y logra que el lector esté atento a cada palabra, cada susurro y cada expresión, tiene que ser considerada, cuanto menos, extraordinaria, pero cuando esto se logra en tres volúmenes de notable grosor la calificación bien puede elevarse sin parecer exagerado. Máxime cuando uno tiene la sensación, tanto mientras lee como cuando ha abandonado la lectura, que no sobra ni una coma, que no hay descripciones vacías de contenido cuyo única función es engordar más la novela o, lo que es peor, demostrar que hay un completo estudio y documentación.
César Pérez Gellida vuelve a regalarnos una novela con mayúsculas, una novela que remata una historia tejida a la perfección, en la que los giros inesperados vuelven a sucederse en su justa medida, no necesita sorpresas ni golpes de efectos para encandilarnos, para lograr que estemos en tensión a lo largo de sus casi setecientas páginas. La agilidad de la lectura no impide que observemos todo, hasta el más mínimo detalle, notando la humedad y el frío, los gritos y los susurros, las dudas y las confesiones, el sudor y el odio, toda una concatenación de sentimientos que afloran en cada una de las páginas del libro.
Una lectura ágil, que vuelve a fundamentarse en la tensión creciente, en el juego frontal entre unos y otros (por supuesto que no voy a decir quienes son unos, o uno, y otros, u otro), pero también en el dominio que demuestra el autor a la hora de quitar la voz del narrador para dársela a uno de los protagonistas.
Si en su momento opiné que Dies irae era incluso mejor que Memento mori (con la ventaja de que en esa segunda entrega sobraban muchas presentaciones), a estas alturas no sabría decantarme por ninguna de las tres, pues todas ellas forman parte de un todo que, visto en perspectiva, completa un fresco indisoluble y perenne.
No voy a negar que Consummatum est nos ofrece un nuevo personaje, Olafsson Ólafur, que está a la altura de todos los demás; que cuenta con un prólogo de Lorenzo Silva que hace innecesarias mis palabras; y que los hechos se aceleran vislumbrando un final que, como no puede ser de otra manera, acaba con esta tercera parte, de manera que podemos decir que en esta el ritmo narrativo se acelera hasta tal punto que tienes la tentación de parar para tomar el aire que parece ha desaparecido de las propias páginas del libro. Pero tampoco que todo ocurre en su justa medida para que la historia finalice, para que el enfrentamiento entre Augusto y Ramiro acabe.
Sin duda alguna la mejor noticia es la advertencia que aparece en la página 668 (no conviene leer hasta que llegue el momento) en la que no cierra la puerta a nuevas aventuras de algunos de los personajes de la novela, seguro que cada uno ha imaginado quienes pueden ser y en que contexto. 

miércoles, 23 de abril de 2014

ES UN DECIR. Jenn Díaz



Hay libros que, no sabes muy bien porqué, te encandilan desde el inicio, hay algo que te atrapa y te impide que pienses en otra cosa que no sea leerlos. No es su tema lo atractivo, ni siquiera el magnetismo de sus personajes. Es la manera de escribir, de contar la historia la que te absorbe, la que consigue  que tu mente se aleje de la realidad y se deje invadir por una ficción que más que parecer ficción se asocia con una experiencia vital de la que formas parte.
Como son bastante raros los títulos en los que esto sucede suelen despertar una pasión que en muchas ocasiones lleva  a la confusión a la hora de explicarlos, a la hora de tratar de hacer una sinopsis que se ajuste a su propia narrativa.
No, no estamos ante una historia más de la España rural de la posguerra, ni mucho menos. Ni siquiera se ajusta a los cánones narrativos a los que estamos acostumbrados (cosa que, valga decirlo, es de agradecer), esos cánones que agarrotan la creatividad hasta producir obras clónicas que, miradas en perspectiva, nos alejan de todo lo que huela a sorpresa.
Jenn Díaz lo sabe y por eso se ha dejado seducir (y logra transmitirlo a los lectores) por las mejores cualidades de la literatura intimista española, elegante y acertada en todo momentos, para fundirla en una prosa llena de matices líricos que acerca cada una de las palabras, de las descripciones que se nos ofrecen por boca de sus protagonistas.
Sí, se trata de un microcosmos reducido al mínimo, un entorno familiar que logra profundizar en cada uno de los personajes que lo conforman. Unos personajes que se acercan con la misma facilidad que parecen escaparse por entre los dedos, como si no fuésemos capaces de retenerlos y en la página siguiente evolucionasen de una manera distinta  a la imaginada.
No voy a negar que los tonos que imperan abarcan toda la gama de grises que podamos imaginar, pero la frescura de la prosa de la autora, el dominio del lenguaje y de las expresiones de la mitad del siglo XX en buena parte del entorno rural de la España interior y la capacidad de Mariela, la niña protagonista, para narrar, para lograr que prestemos todo nuestra atención a sus palabras, a ese torrente vocal que para sí quisieran dominar muchos de nuestros narradores consagrados.
Jenn Díaz ha construido una novela radiante desde el inicio -logra seducirnos primero con esas frases cortas que nos acomodan entre las páginas del libro-, que parece gestarse a medida que pasan las páginas, logrando que nos quedemos sin aliento en el momento preciso, cambiando de registro, y de narradora, cuando entiende que estamos ya preparados.
Una novela inteligente, de la que es mejor no contar y dejar que sea el lector el que se deje seducir por la voz de su narradora-niña que es Mariela, por esa fina ironía que solo es capaz de entenderse cuando procede de la mente infantil que se atreve a responder a sus propias preguntas. Sin duda alguna uno de esos libros que podemos ofrecer como regalo en un día como el de hoy.
¡Feliz Día del Libro!

domingo, 20 de abril de 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ



Nada más llegar a España, después de unos días ajeno a todo tipo de informaciones, me encuentro con la noticia del fallecimiento de Gabriel García Márquez. Una noticia que no por esperada deja de afectarme menos.
Y es que las palabras de Gabo han sido compañeras de muchas noches de insomnio, logrando que la llegada del amanecer se adelantase de manera casi mágica. Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada, Relato de un naúfragoVivir para contarla, e incluso la última Memoria de mis putas tristes, siguen estando en la estantería a la altura del hombro, desde el sillón,  de manera que pueda cogerlos en todo momento sin tener que girarme, empezando a vislumbrar los escenarios antes incluso de saber que libro iba a llenar el vacío de la vigilia.
Y es que el realismo mágico del escritor colombiano reúne todos los componentes de esa literatura eterna, sentida y vivida de la primera a la última página, en la que el lector se convierte en un miembro más de ese elenco soberbio de personajes que conforman el universo más envolvente de la literatura en lengua castellana. 
La narración nostálgica, el lirismo de las descripciones, la ensoñación de los escenarios y sus personajes e incluso los silencios en los que parece las escenas se detienen han logrado, y siguen haciéndolo ahora mismo, que Nicolás Ricardo, José Arcadio, Tranquilina, Melquíades,  Santiago, Aureliano, Fermín,  Luis Alejandro y otros tantos que alargarían, nunca en exceso, cualquier tipo de reflexión, forman parte de mi memoria como si todos ellos se hubiesen cruzado en más de un momento en mi camino.
Como no cerrar los ojos e imaginar esos momentos inigualables, esos instantes eternos en los que la pluma de García Márquez no dejaba de regalar emociones, de hacernos escuchar la lluvia torrencial, las carreras de los niños y los recuerdos de los más mayores. Esos recuerdos que han ido llenando las páginas de sus libros aumentando así esa memoria, esta vez colectiva, de aquellos que hemos tenido la suerte de vivir sus historias.
"La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla" eran las palabras que antecedían a esas memorias que componían Vivir para contarla, unas memorias que a muchos dejó insatisfechos, pero que a otros muchos nos volvió a ofrecer ese universo tan fantástico que había ido creándose con sus novelas. Y es que Macondo es algo más que un escenario literario, es ese territorio mítico del que formamos parte todos los lectores y que sigue hoy tan presente como aquel 1954 en que apareció por primera vez en el cuento Un día después del sábado. Como no dejarse llevar por la evocación de cientos de imágenes nada más escuchar o leer ese topónimo que, como el propio García Márquez decía, tiene una fuerte resonancia poética.
Sí, se nos ha ido el hombre, el escritor, el fabulador, el recuperador de la memoria, pero nos quedan sus palabras, sus libros, esa magia literaria que a muchos nos dice cada día que merece la pena leer para vivir unas historias emocionantes.
Cualquiera de sus obras merecen estar en nuestros bibliotecas particulares para poder acceder a ellas siempre que lo necesitemos. Y es que Gabriel García Márquez y su literatura tienen la particularidad de evolucionar con nosotros, de manera que volver a leer de nuevo nos ofrece visiones y sensaciones nuevas, como si lo que tuviésemos en nuestras manos fuese una historia nueva, que nada tiene que ver con aquella que leímos en su día.

jueves, 10 de abril de 2014

RETORNO DE UN CRUZADO. José Jiménez Lozano



No, definitivamente leer a José Jiménez Lozano no es nada fácil, no resulta sencillo traspasar la tela de araña en que transforma su narrativa. Ya desde las primeras páginas se descubren los párrafos largos, sin puntos, en los que el lector llega a notar la extraña sensación de carecer del aire suficiente como para llegar a su final. Párrafos llenos de imágenes e ideas que se agolpan con tanta violencia como destreza.
Sí, claro que llega un momento en el que te sumerges en la prosa de Jimenéz Lozano que lo menos importante es lo que te dice, lo que te atrapa es la manera que tiene de expresar, de lograr que la literatura y el lenguaje se abran paso a borbotones, con una fuerza tal que ni siquiera el ímpetu de la lectura es capaz de seguir la velocidad de las ideas. Lo importante, aunque suene a frase manida, no es lo que nos cuenta, sino cómo lo cuenta.
Narrado en primera persona, salvo esos ligeros apuntes que ofrece Lisa, la novela (la describo como tal aunque sé hay muchas voces que claman contra dicha definición) nos transmite la inquietud que produce la guerra y sus consecuencia, la presión de pretender explicar y expresar acontecimientos y sentimientos, de acercar un pasado a quienes están muy lejos de él y se sienten confusos y repletos de preguntas que no saben si se pueden preguntar.
Confusos son también lo recuerdos del narrador, el tío Pedro -hay un desorden en las evocaciones que hace que la lejanía se amplíe en muchos momentos-, con una dualidad marcada entre lo cálido del hogar y la frialdad de la distancia ante muchos de los hechos dibujados por la memoria.
Aunque quizá la mayor demostración de la confusión quede marcada por el posfacio de Guadalupe Arbona Abascal, 36 páginas que no tiene  otra función que explicar el desorden de las palabras  del Tío Pedro. Tengo que señalar que frente a la indignación inicial ante dicho posfacio y las enormes ganas de no leer más allá de su título, sus palabras clarificadoras amortiguan dudas y despejan incógnitas que solo son presentes una vez desvelado aquel.


domingo, 6 de abril de 2014

LA LISTA. Frederick Forsyth



Puede que La lista no sea su mejor obra, incluso que ofrezca demasiadas explicaciones de cómo funcionan los servicios de inteligencia y las fuerzas militares de los distintos países (al menos para quienes solemos leer novelas del género), pero lo que nadie le puede negar a Forsyth es que es el maestro de la novela de espías actual como lo era en la época de la Guerra Fría, con permiso de John Le Carré, por supuesto.
Siempre he dicho que gracias a él era capaz de diferenciar un arma de otra, conocer los detalles de la cabina de un helicóptero militar o descubrir los distintos departamentos de las agencias de inteligencia occidentales.
En esta ocasión, como no puede ser menos, Forsyth vuelve a mostrar sus conocimientos, a señalar paso a paso los niveles de mando de las agencias británica y estadounidense, analizar la situación y el porqué del terrorismo islámico y de los piratas somalíes.
Vale que sus personajes apenas tienen perfilado el contorno, no hay profundización psicológica y apenas sabemos de ellos su trayectoria casi curricular, pero casi sin darnos cuenta descubrimos quién está en cada bando, los motivos que mueven sus actuaciones y la importancia de estas. Hasta tal punto que nos metemos en la propia acción con la misma vertiginosidad con que suceden los acontecimientos, somos presos del tiempo y de la necesidad de actuar para que las cosas suceden de una forma y no de la contraria.
El autor británico consigue narrar sucesos que bien podían haber pasado o estar pasando en estos momentos en algún lugar del mundo, hacer creíbles los rostros de los yihadistas más buscados e incluso los planes y acciones que conforman la trama del libro.  Todo ello con una tensión que va acelerándose a medida que pasan las páginas, consiguiendo que en un momento dado ya no sea posible marcha atrás, en el que la lectura debe continuar como si de nosotros lectores dependiese el destino de quienes están en peligro.
Quizá no seamos, como ocurría en algunas de sus anteriores novelas (El afgano, con quien comparte buena parte de la temática, es un buen ejemplo), compañeros del protagonista, el Rastreador, ni siquiera estemos entre los Pathfinder mientras preparan una misión, pero somos testigos de excepción de lo que está sucediendo en puntos muy distantes del globo, incluso tenemos constancia  de cosas que los protagonistas ni imaginan. No somos cómplices de unos u otros, pero si observadores privilegiados de lo que acontece.
Una novela de espías al más puro estilo clásico, en la que todo está hilvanado a la perfección, sin cabos sueltos, que consigue que centres toda tu atención en los unos acontecimientos que se irán clarificando a medida que avanza el libro.

martes, 1 de abril de 2014

ÉLISA. Jacques Chauviré



No sé que me atrajo más de esta novela, sus poco más de 60 páginas, el no saber nada, absolutamente nada,  de su  autor o el sello editorial bajo el que aparecía (Errata Naturae).
El caso es que me puse a leer esta novela corta (reconozco que en los últimos meses agradezco la brevedad ante el abuso de páginas de muchos autores que no se conforman con contar una historia, sino que tienen que demostrar que se han documentado lo suficiente) y desde el inicio no pude por menos que dejarme llevar por su prosa sencilla, envolvente y de una belleza tan sobresaliente que no podía menos de arquear los ojos continuamente.
Con frases cortas y exactas Jacques Chauviré nos permite participar de una narración radiante y fresca, que destila literatura por todos los rincones y que consigue que la respiración se acelere por el simple gozo de leer, por ser partícipe de un deleite del que se ofrece en contadas ocasiones, sin tener que rebuscar tensión ni misterio alguno.
La lectura se convierte en un completo placer, en un disfrute del que parecen participar todos los sentidos. La hierba fresca huele, lo mismo que la cocina y la "fogata"; se escucha el viento, pero también las conversaciones y el paso de la aguja entre las telas; se siente el pecho femenino y el suave roce de las sábanas; se ven los rostros y el jardín y el río; y se saborean los barquillos y el fiambre de ternera con mayonesa.
Jacque Chauviré, uno de esos médicos a los que tanto debe la literatura, nos regala una novela de la que no te puedes desprender, en la que los ojos parecen danzar y buscan con pasión la línea siguiente intentando que nada se les escape.  Y pasas las páginas sin percatarte de que formas parte de la vida de Jacques, Ivan o "Vanvan", de Élisa, el tío Paul y Marguerite; de que pierdes el contacto con otra realidad que no sea la que se encuentra dentro de libro. Maneja la prosa de tal manera que ésta lograr emocionarte, acabar el libro y cerrar los ojos intentando aspirar todo el aroma que se ha ido desprendiendo de él mientras han estado abiertas sus hojas.
Una novela fantástica, una historia llena de ternura y una intensidad que hace que te muerdas el labio inferior mientras luchas por evitar volver al inicio para retomar, desde el principio, la novela. Un regalo que no debería pasar inadvertido y que seguro formará parte del rincón preferido de nuestra biblioteca.