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miércoles, 19 de febrero de 2014

EL VERANO QUE MURIÓ CHAVELA. José Luis Correa




Los detectives de ficción siempre han ocupado un lugar privilegiado entre mis lecturas de intriga, fueron ellos los que me introdujeron en el fascinante mundo que hay más allá de la ley. Hércules Poirot, Sherlock Holmes, Martin Hewitt, Philip Marlowe, Dan Fortune, Sam Spade, Lew Archer y otros tantos más no solo lograron entretenerme, sino que me posicionase (al menos mientras duraba la novela) siempre a su lado.
A pesar de que últimamente son mayoría los protagonistas que defienden la verdad desde las fuerzas de la ley, en vez de una agencia de detectives, de vez en cuando nos encontramos con los clásicos detectives que en su día no recibieron la atención que necesitaban. Textos clásicos que gracias a algunas pequeñas editoriales vamos descubriendo (o redescubriendo, según el caso). Pero también aparecen detectives de nuevo cuño de los que, inexplicablemente, apenas sí conocíamos el nombre de su creador.
Uno de esos casos es el de Ricardo Blanco, detective privado de Las Palmas de Gran Canaria y que, de momento cuenta con siete historias como protagonista (o al menos eso vemos en los apuntes biográficos del escritor en el libro). Un detective que manteniendo ciertas características del género, desordenado, altruista, empecinado en esclarecer la verdad, pero que nos ofrece unos detalles que lo hacen auténtico y diferente, hasta tal punto que leer una de sus novelas te lleva a la obligación de buscar alguna de las anteriores para comprobar si estamos ante una novela destacable o el propio José Luis Correa es capaz de escribir siempre así.
El verano que murió Chavela es una novela activa, en la que no solo el protagonista, el mencionado detective Ricardo Blanco, lleva la voz cantante, sino que son varias las voces que se van solapando y nos ofrecen una visión personal de lo que acontece. Activa porque el lenguaje desenfadado, lleno de ingenio, cercano y lejano a la vez. Cercano porque en ningún momento observamos pedantería y lenguaje rebuscado, y lejano cuando los términos de las islas nos hacen pestañear y sonreír al escuchar, sí, al escuchar, las palabras. Y es que en más de una ocasión da la sensación de estar escuchando la voz de los protagonistas, en especial Ricardo, Inés su ayudante y el inspector Gervasio Álvarez.
Será el uso del lenguaje, la manera de ser de Ricardo y algunas de las situaciones que se producen (merece la pena la sucedida en el bar "el Cosme" alrededor de las albóndigas caseras que allí se ofrecen) las que agilizarán y llenarán más de una sonrisa la lectura, hasta tal punto que los momentos más dramáticos se suavizan con ingenio y buena, muy buena narración.
Por no olvidar esa sensación de bonhomía que desprende el propio detective, como si nunca hubiese traspasado esa línea peligrosa que cruzan muchos detectives amparados en esa búsqueda de la verdad.
Una novela agradable, que deja un sabor de boca estupendo y que demuestra que muchos de los artificios que nos ofrecen algunos narradores no son necesarios para contar una buena historia. Quizá lo más destacado es que no echamos de menos descripciones lineales y urbanísticas para acompañar al protagonista en sus pesquisas. 

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